Todos estamos aún consternados por el accidente aéreo del pasado martes. No solo por la tragedia humana que representa y las historias truncadas que poco ha poco se han ido conociendo, sino por el verdadero motivo que la causó.
Desde las primeras especulaciones que apuntaban a un fallo de unos sensores de velocidad a causa de la congelación, pasando por aquellos comentarios que echaban la culpa a la edad del avión (comentarios malintencionados o desinformados, porque todos los expertos desmentían que fuera un motivo necesario para el accidente) o al hecho de que se tratara de una compañía de bajo coste (seamos serios, no es lo mismo una filial de LUFTHANSA que, digamos por ejemplo, Ryanair).
Esos mismos expertos (incluida la espeluznante reaparición televisiva de César Cabo, el controlador aéreo que trató de conseguir un poquito de cuota de pantalla cuando la huelga de hace unos pocos años), se mostraban confundidos por dos motivos: la caída del avión, aunque rápida, no podía considerarse una caída libre y la tripulación no había contestado a los mensajes de la torre de control.
Luego supimos la verdad: el copiloto estrelló voluntariamente el avión aprovechando que se quedó por unos momentos solo en la cabina. Hay que tenerlos cuadrados, la verdad, para aguantar la tensión de un descenso de ocho minutos que te llevará a la muerte sin siquiera replanteárselo y echar mano de los controles de altitud. Normalmente los suicidios son realizados de forma rápida e impulsiva, pero esto se sale de lo normal, diría yo. Por no hablar de la angustia del comandante, que debió ser el primero en darse cuenta de lo que estaba pasando y trató de entrar en la cabina por todos los medios a su alcance.
Está claro que fallaron los protocolos, los controles y todo lo que sea aplicable en estos casos. Y que cuando esto sucede en aeronáutica, las consecuencias son nefastas.
Pero lo que me da más vértigo es comprender que en muchas ocasiones dependemos de terceros, de que a una persona se le vaya la cabeza o no en un momento dado: en un trayecto en coche, en autobús, en tren, en avión, el vecino de abajo y su bombona de butano... Da miedo, mucho miedo. Porque en nuestro fuero interno es más comprensible que suceda un fallo mecánico o humano de forma involuntaria, pero esto... es totalmente distinto.
Y luego tenemos a los descerebrados de a pie. Los que no manejan maquinaria pesada ni medios de transporte de masas, pero que tienen el cerebro de un mosquito. Los que no tienen la capacidad de empatizar con nadie ni con nada que no sea la inmediata satisfacción de sus expectativas y sus deseos personales. Como los seguidores del programa basura de TeleCirco, ese "Mujeres y hombres y vicecersa", que berrearon como lo que son, carroñeros inmundos, porque la actualidad mandaba sobre la programación de la cadena. A las pruebas me remito:
Ahora que hay prisión continua revisable ya podía haber una deportación ad hoc para esta gentuza que no merece vivir en sociedad. Tenemos las cuentas de twitter, no puede ser difícil mandar a los loqueros a su casa.