jueves, 16 de junio de 2022

La cripta de los Allen

Después de años sin escribir nada más que un puñado de microrrelatos, he vuelto a encontrar el tiempo y las ganas de escribir un relato un poco más largo. 

Éste llevaba varios años en la carpeta de mi ordenador, inacabado. Lo empecé con la intención de participar en la segunda edición del certamen Polidori que periódicamente convoca el portal Ociozero entre sus visitantes. 

Por el motivo que fuera, no continué con él, aunque la historia me llamaba en ocasiones, reclamando casi a voces su derecho a existir. 

Espero que os guste.

Y espero que no sea el último, ahora que parece que se ha roto la presa. 

Tras varios comentarios de buenos amigos, he revisado el texto. Espero que haya mejorado.


LA CRIPTA DE LOS ALLEN

—¿Continuarás entonces con tu propósito? —preguntó Albert.

No contestó de inmediato, sino que siguió con la vista anclada en el baile hipnotizador del fuego en la chimenea encendida aquella noche fría de otoño.

—¿Cómo no hacerlo, Albert, querido? —dijo John Allen, las llamas reflejadas en sus ojos— ¿No ves que estoy obsesionado, que necesito volver a verla, incluso tocarla si se diera la oportunidad?

Albert se inclinó hacia su amigo con la preocupación visible en su rostro agraciado.

—Eso es lo que me preocupa, John —replicó—. Hace días que no eres tú mismo y temo que hagas alguna locura. ¿Merece ella, por ventura, tu salud quebrantada? Ella, a la que apenas has visto unos instantes fugaces y con la que ni siquiera has cruzado una palabra.

—Es por eso que debo volver. Tengo el pálpito de que esta noche será diferente y de que al fin podré quitarme de encima esta obsesión —él también se adelantó en su sillón, hasta poner sus finos dedos sobre la mano de su amigo.

Albert negó con la cabeza, pero los ojos enfebrecidos de John decían a las claras que nada iba a lograr cambiar su parecer. Convencido de que cualquier cosa que dijera o hiciera no serviría más que para reforzar su determinación, decidió probar una estrategia diferente.

—Prométeme que si no aparece esta noche te olvidarás de ella para siempre —exigió, apretando con fuerza el antebrazo de John.

—¡No sabes lo que dices! —replicó el otro, irritado, los ojos casi desorbitados, la boca abierta en un rictus de ira y rabia.

—¡Prométemelo! —urgió Albert, sin soltar su presa.

John bufó mientras se zafaba del rudo apretón de su amigo y, nervioso, se pasaba una mano por la frente. Volvió a negar con la cabeza, inquieto. Ni siquiera se atrevía a alzar la vista, temeroso de encontrar los ojos acerados de Albert. Sabía que su voluntad se tambalearía y, quizá, mudara de comportamiento. No sería la primera vez que eso ocurría, ni la última.

Vaciló.

—De acuerdo —musitó al cabo, más por darle gusto que por convicción.

Albert se relajó. Había percibido un resquicio en la férrea postura de John y ahora quedaba fiarlo todo a la suerte. Solo un poco, pues confiaba en que tras aquella noche podría hacer más grande esa brecha. No sin esfuerzo, eso sí, pero ya lo había conseguido en otras ocasiones y esta vez no iba a ser diferente.

—Sea, pues. Buenas noches, John —replicó, satisfecho por el momento para, tras unos momentos de incómodo silencio, levantarse del mullido sillón y dirigirse hacia su estancia. 

 

 

*****

El camino que comunicaba la villa con el cementerio familiar estaba cubierto por las innumerables hojas caídas de los árboles sobre el césped. Crujían a cada paso que daba  y, de alguna manera, guiaban sus pensamientos mientras caminaba.

Giraban alrededor de la misteriosa joven. La había descubierto por casualidad, unas noches atrás, durante una de sus nostálgicas visitas al panteón central en el que reposaban los restos de varias generaciones de Allen. Estaba ensimismado, acariciando la piedra comida por los años y cubierta de suave musgo cuando la vio, vestida de blanco vaporoso que se confundía con la niebla.

Se mantuvo en silencio, arrobado, mientras ella caminaba sin aparentar que se hubiera dado cuenta de que estaba allí, observándola.  Como si fuera una aparición, se dirigió paso a paso hacia el mausoleo.

El ruido que hizo al acercarse pareció asustarla, pues se detuvo, sobresaltada, y giró la cabeza en su dirección. Su rostro, iluminado por la luna creciente, mostró sorpresa y miedo. De suaves facciones, piel pálida, labios rojos como el carmín y ojos grandes y grises a la escasa luz, enmarcados por un cabello rojo como el fuego de una hoguera que pugnaba por escapar del marco de su tocado. Se llevó una mano al pecho en un ademán recatado, mientras daba la impresión de ahogar un grito.

John dio un paso hacia ella, adelantando una mano en gesto que quería ser tranquilizador. Como en un suspiro, la joven volvió sobre sus pasos entre jirones de niebla para perderse en la noche como había venido.

Desde entonces pasó las noches en vela, saliendo todas ellas de la comodidad de la villa para esperar en el cementerio. Sin duda, una criatura de constitución menos recia que John Allen hubiera sufrido, pero su enfermedad no afectaba al cuerpo, sino a la mente.

Noche tras noche sin un nuevo encuentro, su mal se agravó. Pasaba los días sin levantarse del lecho, con las contraventanas cerradas y las cortinas echadas, respirando de manera agitada el aire pesado de su habitación sin ventilar, sin ganas de alimentarse siquiera. Su mente enfebrecida divagaba, solo atenta a las campanadas del carillón del gran salón que marcaba el paso inexorable del tiempo y que anunciaba el tan ansiado anochecer que suponía su vuelta a la vida.

De nada sirvieron los ruegos de Albert, transformados luego en órdenes que también se negó a obedecer y que volvieron a convertirse en ruegos cuando su amigo vio que nada daba resultado, impotente ante la deriva mental de John, cada vez más encerrado en sí mismo mientras musitaba palabras ininteligibles al tiempo que daba grandes zancadas de un extremo al otro de la estancia.

Hasta esta noche.

 


 

*****

 

El arrullo de las hojas le puso sobre aviso y se ocultó aún más en las espesas sombras, apenas iluminadas por la tenue luz de la luna. Entonces la vio, entre volutas fantasmagóricas de niebla, el rumor del viento y las hojas, arrastrando el vestido blanco tras de sí, el pálido rostro impasible mirando al frente y las manos cruzadas sobre su vientre.

Tal fue su emoción que inspiró de manera profunda, un poco demasiado fuerte. Quizá le oyó, o quizá fue pura casualidad. El caso es que ella se detuvo, mirando a su alrededor como un cervatillo asustado, hasta que se tranquilizó y continuó su paseo hacia donde John Allen se encontraba, a la reja que daba acceso al mausoleo familiar.

Pasó en su camino a escasa distancia y su fragancia, tan familiar, llegó hasta él. Creyó morir cuando volvió a ver aquel rostro, pues era la viva imagen de Victoria, fallecida tanto tiempo atrás en la flor de la vida y a la que tanto había amado en secreto desde que había acompañado a su marido en una visita a la villa de los Allen.

En un momento de desacostumbrada lucidez, John se preguntó qué magia negra podía haber obrado el milagro, pues él se encontraba allí en el momento en que la tierra oscura cubrió su ataúd, palada a palada del esforzado enterrador, una noche muy parecida a aquella. Pero en su obsesión, él mismo se encargó de enterrar las dudas tan profundo como lo había estado el cuerpo sin vida de Victoria, hoy ya sin duda comido por los gusanos.

La reja estaba abierta, así que la aparición, pues no podía tratarse de otra cosa, no encontró obstáculo alguno para acceder al interior iluminado día y noche por lámparas de aceite en mudo homenaje a los que allí yacían y se quedó inmóvil, de pie, de espaldas a la puerta.

Transcurrieron los segundos, interminables, eternos, hasta que John salió de su escondite y se aproximó con cuidado de interponerse entre ella y la puerta y con miedo a que si hacía ruido o un movimiento brusco, ella tratara de escapar otra vez o se desvaneciera como un sueño.

Cuando ya se encontraba a apenas un brazo de distancia, ella se dio la vuelta y cruzó su mirada con la de él. Alargaron los brazos y se cogieron las manos, ardientes las de él, frías como el hielo las de ella.

Se abrazaron como dos amantes largo tiempo separados.

John aspiró con avidez el perfume, el olor de los cabellos, de la ropa y disfrutó del recuerdo de tiempos mejores y más felices.

Los labios se entreabieron, rojos y brillantes. La lengua acarició juguetona las puntas de los colmillos, agudos como puñales, que rasgaron la piel suave del cuello haciendo brotar unas gotas de sangre que sorbió con ansia. Las manos de ella dejaron de aferrarse a su espalda.

El gemido de placer se vio interrumpido por un estertor de agonía y el sonido del esternón al partirse por la brutal acometida. Borbotones de sangre negra, fétida y muerta, salieron de esa misma boca y se mezclaron con otra sangre, viva y brillante.

Los cuerpos se separaron y los ojos de John Allen vieron el bello rostro transformado en una máscara de asco y odio largo tiempo alimentado, pero también de incontestable victoria. Sería lo último que vieran, antes de nublarse al tiempo que caía desmadejado con una estaca de madera clavada en el pecho.

El monstruo había muerto. La abuela ya puede descansar en paz.

 

 

 

3 comentarios:

  1. Muy decimonónico xD.

    No está mal. Algunos despistes y elementos mejorables, pero lo importante cumple: entretiene de principio a fin y el desenlace es, hasta cierto punto, impredecible.

    El relato funciona, en definitiva.

    Cuando hablo de elementos mejorables, me refiero a lo típico: la palabra «oscura» repetida en un mismo párrafo, etc. Nada que no se pueda corregir con facilidad en un par de revisiones.

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    1. Corregido ese detalle y algún otro que se me había escapado.

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    2. Hay un programa muy chulo que se llama «Repetition Detector». Yo a veces lo uso con los relatos porque caza todas las repeticiones.

      Como mínimo, siempre suelen colárseme dos o tres.

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