Hay desapariciones que son más dolorosas que otras.
Ayer escribía en Twitter que una de las cosas más jodidas de envejecer es ir viendo cómo tus referentes de la niñez y la adolescencia se van apagando. Esta sensación es todavía peor si se junta con la desaparición de familiares especialmente queridos. Es ley de vida, pero no deja de ser un recordatorio perenne de que ya hay más arena en la mitad de abajo del reloj que la que nos queda por encima (Marcos, nunca te perdonaré por esto).
Con ochenta y siete años, nos deja don Francisco Ibáñez Talavera. Un nombre como muchos, pero si nos quedamos con el primer apellido, resulta que nos ha dejado Ibáñez. Sí, el de Mortadelo y Filemón, Rompetechos, el botones Sacarino, 13 rue del Percebe, Pepe Gotera y Otilio, Chicha Tato y Clodoveo... Personajes que me han acompañado desde que era un niño de, no sé muy bien, quizás cuatro o cinco años, hasta ahora que voy a cumplir cincuenta.
Es lo bueno de tener un hermano diez años mayor. Todo te lo filtra y te lo suministra ya probado, así que resulta más fácil determinar lo que es bueno de la morralla. Porque hay mucha morralla y demasiado poco tiempo.
Ibáñez no era morralla. Era la repera.
Con sus personajes aprendí a leer. Compraba los tebeos de la colección OLÉ en el diminuto quiosco de Marcelino, en la esquina de Aguado. Y cuando caía enfermo con fiebre y no podía ir a la cita semanal para comprar Gigantes, mandaba a mi padre a por lar revista y Marcelino le daba un Mortadelo para mí.
Eran tiempos, no sé si mejores, pero felices.
No es que ahora no sea feliz. Tengo mucha suerte y la vida me sonríe, pero no puedo evitar mirar hacia atrás con nostalgia. Una vida sin responsabilidades, una vida para disfrutar de las pequeñas cosas, como los tebeos de Mortadelo y Filemón.
Cuando acumulaba unas cuantas pesetas, me tiraba a comprar un Súper Humor. Aquello eran palabras mayores, juntando cuatro o cinco álbumes en un tomo de tapa dura. Un lujo para un chavalín como yo.
Más tarde, cuando los azares del destino me llevaron a vivir a Madrid casi cinco años, a principios de este siglo, íbamos a hacer la compra al Carrefour. Una buena temporada me encontraba con ofertas de mortadelos a solo un euro. ¿El truco? Tenían una tara en la tinta que manchaba los bordes de las páginas. No me importaba, compraba a puñados con una lista que llevaba doblada en el bolsillo tachando los que ya tenía. Conseguí así hacerme con más de la mitad de los álbumes que se habían publicado por aquella época.
Confieso que en los últimos quince años o así me separé bastante del autor y de los personajes. Un giro en el dibujo y en los guiones que los hacían demasiado dependientes de la actualidad social y política. Te echabas unas risas, como siempre, pero los chistes no eran tan intemporales como los que te encuentras en los números más clásicos.
Todo eso da igual. Mortadelo y Filemón, siempre han estado ahí. Como Astérix y Obélix. Como Conan, el bárbaro. Esperando a que coja un álbum, el que sea, lo ojee y, sin poder evitarlo, me quede enganchado en la historia, las viñetas disparatadas y los chistes y ripios de sus diálogos.Nos ha dejado Ibáñez y el mundo es hoy un lugar un poquito peor que ayer.
Una gran pérdida, Ibáñez. Lo bueno es que aún quedan sus tebeos e imagino que se seguirán leyendo durante unas cuantas generaciones más.
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