Durante los últimos tres años he evitado cualquier referencia explícita a la covid-19, el coronavirus, el confinamiento y todo lo demás asociado a estos temas. Fue una decisión consciente, sobre todo por salud mental.
Hoy rompo esa norma autoimpuesta, cuando se cumplen tres años del confinamiento que nos tuvo más de dos meses encerrados en casa (a la mayoría).
Recuerdo como si fuera ayer los días previos. Primero, las noticias que venían de China, cada vez más importantes y ocupando más hueco en los periódicos y en los telediarios. Empezamos a ver rostros que luego serían demasiado familiares, empezando con Fernando Simón.
Luego, el goteo de casos fuera de China, en Europa y luego en España. A pesar de todo, la cosa parecía controlable o no muy diferente de la pandemia de gripe A, que en sus inicio siguió el mismo patrón informativo.
Me empecé a preocupar de verdad cuando vi el caos en Italia y los primeros confinamientos locales y regionales. Aquí era Carnaval y aproveché el festivo para hacer la compra: pasta, legumbres, alimentos no perecederos, etc... Un poco de todo, excepto papel higiénico. No dije nada a nadie fuera de casa para que no me tomaran por un flipado.
Un par de semanas después... fui a Cartagena por viaje de trabajo. Hice noche previa en Madrid y cuando llegué al hotel hice lo que nunca había hecho antes: puse toallas encima de las mesillas de noche, para colocar las cosas encima, no encendí la tele ni bajé a cenar a la cafetería. Los grupos de WhatsApp de amigos y familia hervían.
Cuando llegué a Cartagena me llevé un golpe psicológico: control de temperatura y prohibición de acceder al punto que iba a visitar de la instalación. Vuelta a casa de vacío. Era jueves y decidimos que las niñas irían al colegio el viernes y ya no volverían hasta las vacaciones de Semana Santa. Nos ahorraron el mal trago cerrando los colegios.
Y el sábado, inocente de mí, salí de casa con mi hija mayor para ir al McDonald´s a comprar la comida como cada fin de semana. Calles vacías, salvo algún despistado como yo y, por supuesto, todo cerrado.
Nunca olvidaré la sensación, mezcla de miedo y alivio por estar encerrado en casa, teóricamente a salvo. Digo teóricamente porque mi mujer trabaja en el hospital y cada día salía de casa a su puesto de trabajo mientras nos quedábamos las niñas y yo en casa.
La situación no era buena, la verdad. Mientras intentábamos que las niñas sufrieran lo mínimo emocionalmente, mi cabeza no paraba de dar vueltas. Angustia por familiares, sobre todo nuestros padres ya mayores. Miedo cuando iba a comprar, con guantes, pero sin mascarilla. Las miradas de los demás clientes, la distancia, las prisas por salir cuanto antes del supermercado.
Lo peor era ver las noticias. Cada vez más contagiados. Cada vez más muertos, con picos de más de mil fallecidos al día cuando ya llevábamos casi un mes encerrados. Imágenes del ejército con trajes encapsulados limpiando residencias geriátricas. Aquello parecía otro planeta, un universo distópico que nos había alcanzado sin comerlo ni beberlo.
La familia y la rutina me salvaron de una espiral de desánimo y desazón: trabajo, ejercicio físico, lectura y televisión me ayudaron a pensar en otras cosas; jugar con las niñas me hacía olvidar lo malo. Hasta que llegaba la noche y volvíamos a estar solos en nuestro dormitorio.
Vuelvo la cabeza hacia atrás y me parece mentira haber vivido aquello. Al tiempo resulta estremecedor y parece lejano. Todavía hoy impactan imágenes de programas grabados en los que aparece la gente con mascarilla. Pero yo la sigo llevando cada vez que subo o bajo en ascensor, por ejemplo.
Nunca pensé vivir algo semejante. Supongo que dentro de treinta o cuarenta años se seguirá recordando aquello, siempre que no haya sucedido algo todavía más gordo que nos borre de la faz de la tierra.
Mientras tanto, pensamos en la suerte que tuvimos. Nuestra familia directa salió más o menos indemne. No hay mucha gente que pueda decir lo mismo.
Hace ya tres años que el mundo se paró.
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