domingo, 20 de marzo de 2016

Dos libros que no recomendaría

Quizá lo normal sea recomendar a un amigo un libro que te haya gustado. Pero yo creo que tanto o más importante, es no recomendar un libro que no te ha gustado. Para que mi amigo no pierda el tiempo y se pueda dedicar a mejores cosas, que para pringado ya es suficiente con uno. 

Así que, fiel a esta idea, hoy vengo a avisar de dos libros y no de uno solo.

El primero de ellos es Sirio, de Olaf Stapledon. Stapledon es uno de los autores de la época dorada de la ciencia ficción (como Asimov, Sturgeon, Pohl, Simak y otros). O sea, que en principio leer un libro de Stapledon debería ser algo así como un seguro hacia el éxito. 

Ni ganas para el pie de foto tengo


Sirio es el primer libro de Stapledon (a pesar del resultado, espero que no sea el único) y lo hice porque lo recomendaba una revista de Muy Interesante. Narra la historia de Sirio, un perro modificado genéticamente que es capaz de razonar como un ser humano e incluso, de una forma rudimentaria, hablar un lenguaje inteligible. Haciendo uso de su inteligencia, soluciona los problemas a los que se enfrenta, aprende a leer y escribir, etc. Pero al ser en realidad un producto del hombre, su inteligencia humana entra en conflicto con su naturaleza animal y la incomprensión del género humano cuando se descubren sus capacidades, lo que le dirigie irremediablemente a la locura. A todo esto hay que añadir una historia de difícil calificación con la hija de su creador
Lo mejor, sin duda, el pequeño tamaño del libro. No he llegado a conectar nunca con la historia ni con los protagonistas. Un fracaso completo. Si lo leéis, no digáis que no estábais avisados.

El segundo título es la recopilación de relatos fantásticos que Catherin L. Moore escribió en los años treinta con Jirel de Joiry como protagonista. En otras palabras, pulp de lo más clásico, pero también con la mayoría de los defectos del género. No recuerdo cómo llegué a ello, aunque seguro que también vi alguna referencia en algún sitio, la apunté y caí como un pardillo. 

Que no, que no. No insistáis.


También es un libro de pequeño tamaño, con seis o siete cuentos en total. Pero cada uno de ellos se hace bastante pesado de leer, abundando un lenguaje demasiado ampuloso con una ambientación excesivamente onírica. 

Tampoco pude conectar ni con las historias ni con el personaje principal y, más allá de algún pasaje interesante, leí casi la totalidad del libro con el piloto automático puesto. No todo es Howard en el mundo pulp, por desgracia.

Dos errores que son de lo peorcito, casi al nivel de mi tríada favorita (y de la que hace siglos que no hablo, pero que ciertamente no olvido): José Luis Corral, Artur Balder y Dan Brown. 


domingo, 13 de marzo de 2016

El Ceniciento

Cinderella Man es una de esas películas que tienen facilidad para tocar la patata aunque en el fondo no cuenten gran cosa. Y Ron Howard es un maestro en esto.

En esta ocasión, cuenta la historia de James Braddock, un boxeador de los de antes, nacido en la Cocina del Infierno (no la del chef Gordon Ramsey, no, la de Daredevil, el Hombre sin Miedo) de Nueva York. Considerado mayor por los promotores, ya no tiene oportunidad de pelear y se busca la vida en el puerto como estibador. Hasta que por una carambola del destino, se le ofrece pelear contra el vigente campeón del mundo, Max Baer.

Una historia un poco ñoña, si no fuera por los guantazos de la pelea

Todo estaría bien si no fuera porque Baer es un fanfarrón que no deja de golpear aunque el rival esté claramente vencido, con tal brutalidad que alguno de ellos ha muerto a sus manos (nunca mejor dicho). 

Así que la espera transcurre entre la esperanza de conseguir una vida mejor y el miedo a que Braddock sea una víctima más del salvaje Baer. 

Añadamos a esto que Braddock es el aspirante del pueblo, que ve en él un ejemplo de superación en la época de la Gran Depresión. Y para dar un poco más de pena, tiene una mano un poco malita.

La pelea es de lo mejor que se ha rodado en el cine de boxeo. No solo es vibrante y creíble, sino que mantiene el sabor añejo de los años treinta. Es, probablemente, lo mejor de toda la peli. 

El final no vamos a contarlo aquí, pero conociendo al amigo Ron Howard no creo que haga falta. Bastante moralina de sueño americano como para llenar un camión. A eso hay que arriegarse, aquí en la vieja Europa, para poder ver una pelea ficticia rodada como si fuera una de verdad. 

Al parecer la peli se toma bastantes licencias en aras de la "dramatización". Max Baer no era un tipo tan odioso como aparece en la cinta. Al menos, no más que los campeones de ahora. Pero claro, estas películas se basan en la confrontación del bueno (normalmente en inferioridad de condiciones) con el malo (sobrado) para alimentar la tensión y la satisfacción posterior del espectador. 

En cuanto al elenco, Russell Crowe es el protagonista, aún resacoso de las tormentas de Master and Commander y, sobre todo, del subidón de Gladiator. Su mujer está encarnada por Renée Zellwegger, pero con su cara de antes (la verdad que no habría mucha diferencia). Ambos no transmiten demasiado, como suelen hacer en el resto de sus películas. 

La mejor interpretación, de lejos, de la película es la de Paul Giamatti en el papel del mánager de Braddock, Joe Gould. Él hace todo lo posible por mantener a flote a la familia Braddock y consigue la pelea con Baer. Protagoniza la mejor escena de todo el metraje, cuando él solo le venda las manos a Braddock en la intimidad del vestuario, antes de la pelea. Paul Giamatti es, sin duda, uno de los secundarios del momento y por sí solo levanta una película. 


Ahora un piquete de ojos y ya es tuyo, chico


Cinderella Man es para aficionados al boxeo, pero también para los que gusten de pasar un rato entretenido. No es una peli inolvidable, pero tampoco hay que pedirle nada más. Un aprobado.

domingo, 6 de marzo de 2016

Cien años de Verdún

Hace unos cuantos años, en este blog intercalaba diversas efemérides según iban surgiendo. Ha habido un poco de todo, pero la costumbre decayó y ya no consigo recordar cuándo fue la última vez que la Historia (con mayúsculas) fue protagonista de Historias de Iramar. Hoy, cuando se ha cumplido recientemente un siglo del inicio de la batalla de Verdún, es un buen momento para volver a los orígenes.

No deja de ser truculento que el objetivo alemán de la ofensiva del 21 de febrero de 1916 no fuera otra cosa que infligir un número de bajas elevado al ejército francés que lo dejara tiritando, para así poder concentrarse en derrotar definitivamente a los rusos. O sea que nada de territorio y ningún objetivo primordial, sino que los soldados alemanes mataran más rápido de lo que morían. 



Para ello, el estratega alemán Erich von Falkenhayn supuso que llevando al ejército francés a un punto del cual no pudiera retroceder, por motivos estratégicos o de orgullo nacional, llevaría a una situación en la que sus chicos pudieran poner en marcha un picadero de carne. 

Con estos antecedentes no es de extrañar que las bajas fueran abrumadoras para cualquiera que se informe: más de un cuarto de millón de muertos y cerca de medio millón de heridos entre ambos bandos. 

Si además leemos que se dispararon más de 23 millones de proyectiles de artillería y que en algunos puntos estallaron cincuenta proyectiles por cada metro cuadrado de terreno, nos haremos una composición de lugar bastante aproximada de lo que supuso Verdún. 

Pensemos ahora que Verdún fue una batalla que discurrió durante meses en paralelo a la batallad del Somme, en la que ambos bandos tuvieron unas bajas de aproximadamente un millón de hombres entre muertos y heridos (solo el primer día, 1 de julio de 1916, fallecieron cerca de veinte mil británicos). 


Cifras abrumadoras, muy diferentes a lo que es la guerra hoy en día, con operaciones a distancia casi quirúrgicas en las que cada baja propia se ve como una tragedia. Pero en 1916 la guerra estaba en manos de hombres que, en su mayor parte, veía a los propios como peones sacrificables (en el más amplio sentido de la palabra) en aras de un fin mayor: el honor de la nación. 

Solo han pasado 100 años de todo aquello. Conceptos como la Paz Armada nos llevaron después a la Guerra Fría que atemorizó el mundo durante treinta años. Nunca antes tuvo la especie humana tal capacidad destructiva, pero en los campos de Verdún (y del Somme o Ypres), se demostró que la inventiva humana para la destrucción va más allá de cualquier previsión: tanques, aviones, ametralladoras, artillería, guerra química... La industrialización del horror.