domingo, 27 de enero de 2019

Lincoln

Hace ya unos años del estreno de esta película de Spielberg y protagonizada por Daniel Day-Lewis y hace también ya unos cuantos meses que la he visto, pero hasta ahora no le ha llegado el momento de tener una entradilla en este diario. 



Podríamos reducir Lincoln a los dos nombres que he citado más arriba: su director, Steven Spielberg y su estrella, Daniel Day-Lewis. Resulta inevitable, puesto que el resto del elenco de actores y actrices, y la propia película, viven a la sombra de estos dos monstruos. Bueno, podríamos añadir un tercer nombre propio: Abraham Lincoln, uno de los presidentes más mitificados de la historia de los Estados Unidos de América, a quien su trágico final impidió ser reelegido en plena euforia tras la victoria de la Guerra de Secesión. 

Tres nombres y una cinta de casi dos horas y media. Casi ciento cincuenta minutos que, por decisión propia del director, se centran en la figura del presidente y las negociaciones que se tuvieron que realizar para que el Congreso aprobara la moción de la abolición de la esclavitud. Unas negociaciones que, según  nos cuentan, en algunos casos fueron bastante turbias aunque los propios protagonistas justificaban estas artes discutibles por conseguir un bien mayor. 

Este es el original

Para darle al personaje de Lincoln un poco más de volumen, esta historia se entremezcla con la vida personal del presidente, que lidia con una mujer quizás bipolar por la pérdida de un hijo y un hijo mayor que no desea pasar a la historia como alguien que se aprovechó de su posición social para no ir a la guerra como muchos de los chicos de su edad tuvieron que hacer. 

Es injusto todo esto, porque hay grandes actores a la sombra de este trío, empezando por Sally Field, Tommy Lee Jones o James Spader hasta Joseph Gordon Hewitt o el veterano Hal Holbrock (87 años en el momento de rodar Lincoln).

No hay escenas masivas de extras, ni campos de batalla, ni olor a pólvora más que de pasada, porque la guerra que muestra Lincoln se desarrolla en otros terrenos, menos peligrosos para la vida, pero más retorcidos. 

Tengo que decir que el parecido entre Abraham Lincoln y Daniel Day-Lewis es asombroso. No solo por el maquillaje y la caracterización, magistrales, sino por que el actor adopta muchas de las posturas más icónicas del original y que conocemos gracias a las fotografías de la época. Incluso es capaz de recrear la imponente figura de un presidente de 1,93 metros de altura, a pesar de ser casi diez centímetros más bajo.  

¿O es este?


El balance es que la película resulta lenta en bastantes más ocasiones de las que nos gustaría. Además, la figura de Lincoln no es tan atractiva para el europeo medio, así que la vemos más bien por curiosidad y porque Spielberg y Daniel Day-Lewis están detrás y delante de la cámara, respectivamente. 

Para no ver más de una vez. 


viernes, 18 de enero de 2019

El hombre en el castillo

Philip K Dick es un autor que ha sido adaptado al cine en numerosas ocasiones. Lo que se dice un filón, vamos. Desafío total, Minority report, Blade runner (¿en serio había necesidad de hacer una continuación, por dios?)... 

Otra novela suya, El hombre en el castillo, ha sido también adaptada. En esta ocasión como serie de televisión que aún no he tenido forma de ver y que he leído hace relativamente poco tiempo. 



La obra, corta como eran las obras de literatura de género hace treinta o cuarenta años, nos sitúa en unos Estados Unidos que están divididos en tres partes: el Oeste, bajo dominación japonesa; el Este hasta más o menos las Montañas Rocosas que se encuentra bajo dominación nazi; y una estrecha franja central que son unos estados semiindependientes, pero que en ningún caso se encuentran en condiciones de discutir la hegemonía de los dos anteriores y son un mero estado tapón que evita fricciones entre los dos gigantes.

La novelita se encuentra basada en la parte japonesa, en la costa Oeste. Los japoneses ejercen una dominación suave, con cierta apariencia de independencia, y bastante alejada de la mano de hierro nazi que oprime a la costa y los estados orientales de lo que fueron los Estados Unidos. 

En resumen, la Segunda Guerra Mundial ha terminado con la victoria de las potencias del Eje tras el asesinato de Roosevelt en 1940. 



Pero circula un libro, más o menos clandestino, que cuenta una historia muy diferente y bastante parecida a lo que conocemos. El autor, el auténtico hombre en el castillo, vive retirado en una cabaña apartada en lo alto de una montaña, por miedo a que los servicios secretos nipones o germanos tengan la tentación de enviarle a mejor vida. El título del libro: La langosta se ha posado.

Los protagonistas principales, todos estadounidenses, tienen en común un afán por consultar el I Ching, famoso oráculo chino. Supongo que también sería una de las muchas obsesiones del bueno de Dick, que al parecer iba sobrado de ellas. 

La verdad es que es todo muy lioso. Pasan las páginas, en las que vamos situándonos en el marco espaciotemporal distópico de la novela y aparentemente las historias van avanzando. Aunque cuando llegué al final me dió la impresión de que no habíamos ido a ningún sitio. Una extraña sensación de haber perdido el tiempo. 

Vaya carita... Y qué camisa...


O sea que, fuera de la novedad de presentar los Estados Unidos de América como si fueran una ex-nación, poco más puedo decir de El hombre en el castillo. No sé yo si Philip K. Dick es un autor para mí, o yo soy un lector para él. Lo voy a volver a intentar, pero no estoy seguro de si deberé dedicar mi tiempo en mejores caladeros. 


domingo, 6 de enero de 2019

Las aventuras del capitán Hatteras

Fascinantes aventuras en unos parajes igualmente fascinantes son las señas de identidad de Julio Verne. Ya sea por el aire, por el agua, bajo el agua, en el espacio exterior o en el interior de la Tierra, los personajes del genio francés persiguen quimeras que el resto de los mortales solo nos atrevemos a soñar. 

En este caso nos subimos a un barco sin capitán con un rumbo desconocido para participar en una empresa también desconocida. Los interrogantes se irán desvelando conforme pasen los días y nos veremos envueltos en el sueño de un hombre, el capitán Hatteras, por llegar a donde ningún hombre ha llegado jamás: el polo Norte. 

Acompañado por un enorme perro, el capitán Hatteras dirigirá con mano de hierro la expedición, haciendo frente tanto a posibles adversarios como a motines a bordo, hasta que solo le quede un puñado de incondicionales con los que, a pesar de todas las contrariedades y retos, paso a paso se dirigirá a su meta de forma inexorable.



Las aventuras del capitán Hatteras, el primero de los Viajes Extraordinarios, es un libro que he disfrutado mucho más que Viaje al centro de al tierra, aunque sea mucho menos conocido por el público en general. La forma de narrar el viaje a un territorio por entonces inexplorado como el polo Norte, que tantas vidas de hombres valientes se cobró durante el siglo XIX, mezclado con el intento de descubrir el paso del Norte entre la costa oriental de Canadá y la Alaska estadounidense, me pareció de lo más interesante.

El capitán Hatteras es el personaje principal, por completo obsesionado con ser el primer hombre en alcanzar la región polar y atormentado por las decisiones que se ve obligado a tomar en pos de ese destino que se ha marcado. Un personaje con más sombras que claros y del que muchas veces cuesta trabajo pensar cómo es posible que sea merecedor de la fe ciega del resto de protagonistas, entre ellos el doctor Clawbonny que es quien pone la nota erudita en la novela (podríamos decir que es el alter ego del mismo Verne, a través del cual el autor pone al lector al día de los últimos conocimientos científicos y tecnológicos relacionados con la aventura).

Por otra parte, el capitán estadounidense Alamont aparece bastante difuminado, bastante plano como personaje. Quizá porque su único objetivo sea dar a Hatteras un adversario digno de su talla y poco más.



Aventuras, regiones inexploradas de indudable belleza, animales peligrosos entre los que no podría faltar el oso polar que está a punto de devorarlos y que hace gala de una inquietante inteligencia. Todo lo que consideramos esencial en una novela de estas características lo encontraremos aquí.

A destacar lo chocante que resulta la teoría que imperaba por aquellos años (recordemos, segunda mitad del siglo XIX) de que una vez superados los hielos del océano ártico, la temperatura comenzaría de nuevo a subir y nos encontraríamos con una porción de agua libre de hielos que rodea el polo. Esta teoría se demostró con posterioridad errónea, pero la forma en la que Verne la describe es de lo más plausible.