domingo, 1 de abril de 2012

Certamen Teseo VIII

Una vez más, el portal El Multiverso.com convocó el certamen Teseo. En este caso, la pregunta a la que había que responder era ¿Qué le ocurrió a la Atlántida? con un relato (o dos) de un máximo de 500 palabras cada uno.

Hay que reconocer que ha sido un fracaso total. Por un lado,  Sin Rumbo ha sacado 1 puntaco. No me extrañó, porque tampoco tenía muchas ilusiones puestas en él. No deja de ser una sátira de un acontecimiento real por todos conocido, que podía gustar o no gustar. No podía competir con otros relatos más elaborados, y lo asumo. Su puesto, 29 de 35, empatado con otros dos.

Sol sin estrellas sacó 4 puntacos, de dos votantes distintos. Su puesto, 23 de 35, empatado con otros dos relatos. Pero en este sí que tenía esperanzas. Creo que es bueno, pero los comentarios indican que es allido, porque su final abierto deja al lector confuso. En general, tampoco se apreciaron juegos de palabras con los nombres y la situación, y se indicó que necesitaba mayor extensión para desarrollarse por completo. Creo que sí, porque la versión 0 tenía unas 650 palabras que hubo que ir recortando hasta llegar al máximo permitido. 

Bueno, un serio paso atrás, incluso peor que con mi primera intervención. No ha sido lo mejor que he ofrecido, pero Sol sin estrellas quizá no mereciera tanto castigo.

Juzgad vosotros.

**********

SIN RUMBO

Los glaciales ojos azules del superintendente observaron el rostro de Farelli. Ordenó sus notas con meticulosidad eslava, tomó un sorbo de sucedáneo de café y esperó paciente el reflujo de la marea ofendida. Cuando habló, lo hizo en un susurro.
—Creo que no ha tomado conciencia de la situación en que se encuentra, comandante —pronunciaba la neolengua con un fuerte acento—. Debemos aclarar lo ocurrido y determinar su responsabilidad en el accidente.
Farelli se pasó la lengua por los labios y miró fijamente la mesa de bioplástico, que reflejaba con dureza la luz de los focos del techo.
—Mire Vorykhov —probó otra vez—, ya se lo he dicho. No sé qué alteró el rumbo del Atlantis. Puede que un error en el navegador…
—¿Quiere usted decir, comandante —interrumpió Vorykhov—, que el encontrarse a más de veinte millones de kilómetros de su posición teórica, en el puñetero centro de un campo de asteroides de cuatro parsecs cúbicos, se debe a un fallo de un sistema que cuesta más de lo que usted y yo ganaríamos en cien vidas?
—Bueno…
—¿Mantiene —continuó Vorykhov, implacable— que se produjo una explosión fortuita en la cubierta de mantenimiento que, cito textualmente, hizo temblar los cimientos de la nave?
—Yo… —empezó, cabizbajo.
—¿Cómo explica entonces que el casco se rasgara hacia el interior?
—Verá…
—Y, ya puestos, ¿qué hizo para salvaguardar las vidas de sus subordinados y las valiosas grabaciones de datos del sistema? —apuntó Vorykhov—. ¿He de recordarle que estaba al mando del primer hipervuelo de la Historia?
—Sé muy bien cuál era mi responsabilidad, superintendente —trató de defenderse Farelli—, pero todo fue muy confuso. Estaba oscuro y apenas podía ver.
—¿Dónde se encontraba mientras coordinaba las labores de rescate? —dijo Vorykhov, tomando otro sorbo de sucedáneo—. ¿Por qué nadie lo vio en el puente de mando después de producirse la colisión?
—Estaba inspeccionando una cápsula de escape.
—Ya veo… —dijo Vorykhov mientras revisaba sus notas; enarcó los ojos, mostrando sorpresa fingida—. ¿Fuera del Atlantis?
—¡Se disparó por accidente!
Inclinándose con rapidez sobre la mesa que se interponía entre ellos, Igor Vorykhov propinó un sonoro bofetón que hizo girar la cabeza del comandante, quien solo acertó a llevarse la mano a la mejilla dolorida.
—¡Es usted una vergüenza para el género humano! —escupió el superintendente—. ¡No solo ha echado a perder cien años de trabajo y billones de créditos, sino las vidas de los tripulantes que estaban bajo su mando! ¡Ocho personas, Farelli! ¡Ocho! ¡Mezquino hijo de la grandísima…!
Trató de recuperar el control mientras Farelli se encogía sobre la silla, ante el brutal ataque de ira que se cernía sobre él.
—¡Fuera de mi vista! —aulló Vorykhov.
Al momento, dos guardias de seguridad entraron en la sala y se llevaron en volandas a un derrotado comandante, que aún balbuceaba incoherencias.
Al quedarse a solas, tiró el vaso, derramando el sucedáneo de café por la pared.
—¡Cazzo!

**********

SOL SIN ESTRELLAS

—Descendiendo por debajo de cinco mil pies —recitó—. Ajustando velocidad de inmersión a doscientos pies por minuto.
A bordo del pequeño Atlántida, el capitán John Scott miraba a través de los gruesos mamparos de plexiglás la negrura de las profundidades marinas, apenas hendida por los proyectores halógenos. Pronto llegaría a la plataforma submarina en la que se habían detectado anomalías en el campo magnético terrestre y que ahora afectaban a sus sistemas.
Revisó la telemetría, sin sacar nada en claro del galimatías en que se convertían los datos obtenidos por los sensores. Al menos, el batiscafo respondía con normalidad al modo manual.
Algo llamó entonces su atención. Los potentes focos iluminaron la superficie marina, salpicada aquí y allá de curiosas formaciones extrañamente regulares. Un intento de activar las videocámaras solo inundó los monitores de nieve y ruido, así que los desconectó y activó la comunicación.
Poseidón, aquí Atlántida, ¿me reciben?
Un pitido agudo amenazó con romperle los tímpanos. Se vió obligado a despojarse de los auriculares aunque se aseguró de mantener el sistema de grabación en funcionamiento.
—Capitán John Scott, del buque de investigación USS Poseidón, a bordo del batiscafo Atlántida. Los sistemas de comunicación, audio y video no están operativos. El sistema de soporte vital funciona, de momento. Navegación en modo manual.
Hizo una pausa para acomodarse mejor frente a los paneles frontales.
—Veo unas formaciones regulares, dispuestas en dos líneas rectas paralelas que se pierden más allá del alcance de la iluminación. Decido seguirlas.
Las hélices del batiscafo impulsaron la nave ovoide hacia delante, estabilizando la altura sobre la plataforma a unos cincuenta pies. El sonar mostraba numerosas formaciones similares, cruzándose a intervalos regulares en perfectos ángulos rectos.
Minutos después decidió seguir una de esas avenidas —la palabra surgió, casi por casualidad— laterales por unos dos mil metros.
Unas figuras indeterminadas se cruzaron en el camino del batiscafo, de izquierda a derecha. Pudo ver otros grupos a través de los mamparos laterales,  siguiendo su misma dirección. El sonar marcaba decenas de puntos, guardando la distancia respecto a él.
—¿Qué coño es esto?
Había pasado por debajo de un arco sostenido por enormes columnas de lo que parecía mármol cubierto de coral. Extendiéndose a ambos lados, incontables pórticos cerraban una enorme plaza circular, en cuyo centro se alzaba la torre más alta que nunca hubo visto en la superficie.
La sección superior de la torre se iluminó. Primero de un color rojo mate, que fue ganando intensidad y virando hacia el amarillo brillante. Como una salida de sol, pensó, pero sin estar precedida por una noche estrellada.
La inmensa plaza quedó iluminada y vio centenares de edificios, brillando a la luz de este sol artificial, hasta donde alcanzaba la vista.
Apenas unos segundos después, la intensidad de la luz aumentó hasta que le hizo daño a los ojos e inundó el interior del batiscafo como si fuera pleno día. Miró hacia el sol y comprendió.
—Dios mío, parece como si…
Nada.

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