domingo, 25 de octubre de 2020

Chernobyl

En 1986 saltaron todas las alarmas en Europa cuando una estación en Suecia detectó altos contenidos de radiación en la atmósfera. Pronto el mundo descubrió que en la Unión Soviética había sucedido un accidente en una de sus muchas centrales nucleares, en concreto en la de Chernobyl. Como práctica habitual en todas las épocas cuando está en medio un gobierno autoritario (y alguno que se autoproclama adalid de la Democracia) los hechos permanecieron ocultos tras una red de mentiras y medias verdades que tardaron décadas en ser desenmarañadas. 

 



En resumen, un fallo humano durante el transcurso de una pruebas realizadas en un tiempo poco habitual, deriva en el calentamiento del reactor hasta un punto de no retorno que provocó una explosión tan potente que lanzó por los aires la cobertura de grafito y reventó la cubierta protectora del reactor.

Las autoridades locales tardaron un tiempo precioso en actuar y en avisar a la población, causando un daño irreparable a largo plazo. Los bomberos, que fueron los primeros que se encontraron con todo el pastel, sufrieron graves daños y quemaduras como consecuencia de la radiación por contacto con los fragmentos de grafito que rodeaban la instalación. Los habitantes de la localidad cercana sufrió también graves enfermedades de evolución lenta, debido a la radiación recibida mientras observaban desde la distancia, asomados a un puente, las llamas del incendio de la central. 

La sala de control, hoy destino turístico

 

A partir de entonces, todo fue una huida hacia adelante. Mientras el régimen trataba de minimizar los efectos, se producía una carrera frenética para solucionar los riesgos más urgentes y cubrir todo el reactor con un gran sarcófago de hormigón, el equivalente nuclear a barrer debajo de la alfombra. 

Un ejército de liquidadores trabajó sin descanso para contener el desastre, con un potencial destructivo como no se había visto en época de paz. Muchos de ellos murieron años después, víctimas del cáncer. Trabajaron en condiciones extremas (imposible olvidar al grupo que se adentró en la central, con agua radiactiva hasta las rodillas, con la misión de abrir las válvulas que permitieran desaguar; por raro que pueda parecer, sobrevivieron), como la limpieza de escombros de una azotea en la que podían estar trabajando apenas unos segundos sin riesgo a recibir una dosis mortal de radiación. 

 

Scherbina (i) y Legasov (d)
 

El mundo nunca agradecerá suficiente a este ejército de voluntarios o involuntarios. La Madre Patria les pagó con unos rublos y una medalla, de las más bonitas que he podido ver: una gota de sangre por la que cruzan las trayectorias de las partículas radiactivas alfa, beta y gamma. Tengo la suerte de tener una en mi casa, probablemente falsa, pero sirve de recordatorio. 

¿Es o no bonita?

La serie de HBO, con apenas cinco capítulos, muestra los entresijos técnicos y políticos del momento. Con una estética soviética y unas actuaciones grandiosas de prácticamente todo el elenco, pero sobre todo de Jared Harris (el miembro del comité de investigación, Valery Legasov) y de Stellan Skarsgard (vicepresidente del consejo de ministros en aquel tiempo, Boris Scherbina). Me es imposible no acordarme de aquella maravilla que fue The americans

No obstante, Chernobyl no es la historia de Legasov y Scherbina, sino de todos y cada uno de los que allí trabajaron y, muchos de ellos, murieron. El elenco de secundarios es también sublime: Paul Ritter consigue ser odioso en el papel de Dyatlov, el verdadero culpable de la catástrofe.

Aparentemente sencilla, Chernobyl tiene la capacidad de mantener al espectador pegado a la silla y queriendo más al final de cada capítulo. Pocas veces he visto una serie con esa capacidad. Evidentemente no soy el único: hoy puntua 9,4 en imdb. 

Absolutamente recomendable para estas tardes de otoño - invierno que están por venir.


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