sábado, 27 de junio de 2009

Pandemia

Acabo de terminar este relato y enviarlo a que lo crucifiquen en el III Certamen Calabazas en el trastero: Poe.
Como indica el título del certamen, se trata de homenajear a Poe. No sé si lo he conseguido. Os dejo con él.
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El 11 de junio de 2009, escasamente diez meses atrás, la Organización Mundial de la Salud declaró la primera pandemia del siglo XXI. De gripe, y más concretamente del tipo AH1N1, aunque durante algún tiempo la siguieron denominando gripe porcina o gripe mexicana.

La población mundial desayunó con la noticia y continuó con sus vidas. Apenas veinte mil casos y escasamente un centenar de muertos, una tasa de mortandad incluso menor que la gripe común, no eran motivo de preocupación. Los gobiernos mandaban continuos mensajes de tranquilidad a sus ciudadanos. Afirmaban que la vacuna estaría lista en pocos meses y que el verano ayudaría a dormir el virus.

Ilusos.

Nadie tuvo en cuenta que durante el verano del Hemisferio Norte, el Hemisferio Sur está en lo peor del invierno. Nadie tuvo en cuenta que, si bien el número de casos de la nueva gripe disminuyó notablemente en Europa y América del Norte, crecieron en la misma proporción e incluso más, en el Cono Sur y el Sur de África. El virus se mantuvo activo, como cualquiera con dos dedos de frente habría podido suponer.

Nadie lo tuvo en cuenta.

En otoño comenzaron las vacunaciones masivas. Aproximadamente la cuarta parte de la gente, niños y ancianos en su mayoría, recibió una dosis. Pero esto sólo fue así en el primer mundo. Los gobiernos de los países más pobres no podían permitirse tamaño gasto y los laboratorios farmacéuticos no cedieron los derechos para la creación de una vacuna genérica. Al fin y al cabo, habían desarrollado el producto y querían beneficiarse de ello. Al fin y al cabo, los gobiernos no estaban tratando con oenegés.

Las consecuencias no se hicieron esperar. La gripe continuó campando a sus anchas y, para sorpresa de muchos, la vacuna no resultó ser tan eficiente. Los casos se multiplicaron exponencialmente, hasta que un quinto de la población mundial había sufrido la enfermedad de una u otra forma.

Y entonces sucedió lo inimaginable. El virus mutó a una nueva forma infinitamente más agresiva, provocando la generalización de la enfermedad y el colapso de los sistemas sanitarios de todo el mundo. La facilidad del contagio empujó a la gente a encerrarse en sus casas, manteniendo contacto con el exterior a través de internet, ya que la radio y la televisión dejaron de emitir por falta de personal que se atreviera a ir a los estudios.

El mundo supo por la red que el componente aviar del virus de la gripe, mucho más peligroso para los humanos que el porcino, se había recombinado con el AH1N1 iniciando su expansión desde algún punto del sudeste asiático. Los gobiernos decidieron entonces sacrificar ingentes cantidades de aves tratando de arreglar lo irremediable, pero el remedio fue peor que la enfermedad.

Nunca mejor dicho.

No era fácil deshacerse de millones de cadáveres de aves sacrificadas. La salubridad de ciudades y campos se vio seriamente perjudicada. Los carroñeros campaban a sus anchas, entre ellos algunos individuos que habían sobrevivido a los intentos de exterminación. El virus volvió a mutar, aumentando dramáticamente su capacidad para sobrevivir en el aire. Y los seres humanos comenzaron a morir.

Sin distinción de raza, sexo, posición económica o edad, se contagiaron por millones. Ni siquiera era seguro respirar ya que, al no necesitar ningún tipo de soporte físico para viajar de una persona a otra, su pequeño tamaño hacía ineficaces los filtros y mascarillas. Era aterradora la facilidad con que la enfermedad se apoderaba de sus víctimas. Y más aterradora aún la facilidad con la que mataba tres o cuatro días después de la aparición de los primeros síntomas, entre horribles estertores de agonía derivados de la asfixia producida por la inflamación de las vías aéreas y el fallo general del sistema. La tasa de mortandad era superior al 95%. La gente perdió completamente la esperanza.

A lo largo y ancho del planeta se sucedieron imágenes que no se habían visto desde el fatídico siglo XIV. La Danza Macabra se convirtió, una vez más, en protagonista del día a día de la Humanidad. Los cadáveres eran abandonados en las calles, pues no había nadie para enterrarlos. Miembros de una misma familia optaban por suicidarse juntos si alguno caía enfermo, generalmente después de una última cena juntos, para así evitar la agonía y la soledad. Algunos se refugiaron en la Religión, pero Dios había abandonado al Hombre.

Siguieron muriendo. Tantos que las estadísticas dejaron de tener sentido y los vivos fueron tan escasos que en algunas zonas se podía caminar durante días sin encontrarse con nadie. En otras partes aún se reunían algunas decenas que optaban por encerrarse en jaulas doradas donde vivir dedicándose a satisfacer sus instintos, tratando de olvidar sus miserias a través del placer, desechando cualquier tipo de precaución ante el contagio y fiándolo todo a la suerte. Carpe diem, decían los clásicos, pero estos grupos lo llevaban al extremo. Nada importaba más allá del disfrute del momento. Quizá no hubiera mañana. Quizá todo hubiera acabado en unas horas.

Quizá.

Fernando había evitado el contagio aunque las personas de su entorno fueron cayendo enfermas desde los primeros días. Dejó de ir a la Universidad cuando alumnos y profesores apenas sumaban una centena de los casi dos mil que habían comenzado el curso académico. Encerrado en su casa vio morir a los vecinos en rápida sucesión. Luego fueron papá y mamá, con apenas unos días de diferencia.

Se quedó sólo con su hermana pequeña, María. Juntos sobrevivieron durante algunas semanas, recogiendo comida de las despensas y frigoríficos ajenos y conectados casi permanentemente a internet en busca de noticias o señales de que la enfermedad remitiera. Pero María no lo logró, enfermando como todos los demás. Cuando los síntomas se hicieron evidentes, le pidió que pusiera fin a su sufrimiento. Fernando se negó al principio, cuidándola lo mejor que pudo, pero el dolor de ver a su dulce hermanita boquear buscando una brizna de aire acabó de abrirle los ojos. Lo hizo de noche mientras María dormitaba, rápidamente y sin dolor. Entonces lloró por primera vez, sintiéndose verdaderamente solo.

A la mañana siguiente empaquetó algunas pertenencias y algo de comida. Poca cosa, pues suponía que no necesitaría mucho en los días que le quedaban por delante. Su suerte no podía durar eternamente. No olvidó su MP3; al menos la música le acompañaría en sus últimos momentos. Con una última ojeada cerró la puerta de su casa. Ni se molestó en echar la llave, pues ¿quién había para cometer un robo?

Ya en la calle, fue testigo de un espectáculo dantesco, propio de las ilustraciones de Gustavo Doré: coches abandonados, contenedores de basura volcados, escaparates rotos, todo ello bajo una fina cortina de lluvia que le empujaba a la depresión… y cadáveres.

Muchos.

Caminó sin detenerse y sobre todo sin mirar a los lados. La vista fija al frente, la mochila a la espalda, en sus oídos los auriculares donde Santiago Auserón cantaba el clásico de los 80 de Radio Futura, “Anabel Lee”. Paradójicamente, la melancólica canción le ayudó a sobrellevar su propia tristeza hasta que al caer la tarde y oscurecer de tal forma que ya casi no veía dónde ponía los pies, decidió que era tan buen momento como otro cualquiera para buscar un refugio.

Se detuvo, y comprendió que su deambular le había llevado a las afueras de la ciudad, más cuando vio un haz luminoso que apuntaba hacia las nubes como una escalera hacia el cielo. Partía de una de las discotecas de moda que pocos meses antes había estado llena a rebosar de adolescentes desenfrenados bajo los efectos de una explosión de hormonas y deseosos de explorar sus límites. No estaba muy lejos, así que decidió encaminar sus pasos hacia allí.

Al acercarse percibió con mayor nitidez la música que se elevaba como acompañando al haz de luz. Apenas vio coches en el aparcamiento exterior y los que había estaban llenos de pintadas, tenían las lunas rotas o ambas cosas. Sorteando los charcos del camino se dirigió a la puerta de entrada, encontrándola cerrada. Al empujarla no cedió, así que llamó golpeándola con fuerza con los nudillos. Poco tuvo que esperar, pues el portillo de la mirilla se abrió, mostrando a un joven enmascarado como para asistir al carnaval de Venecia. Tras echarle una ojeada lánguida, se oyó el descorrer de los cerrojos y la puerta se abrió.

Entró sin demora y el otro cerró la puerta tras de él, para al cabo irse a una especie de diván que se encontraba algo más al interior. Fernando le cogió del hombro para preguntarle qué hacía aquí, y le hizo volverse sin encontrar resistencia. Pero pronto lo dejó ir, pues saltaba a la vista que el chico se había pasado con alucinógenos y excitantes y debía tener el cerebro casi fundido, así que lo dejó llegarse al diván donde se derrumbó en un estado de amodorramiento profundo.

Se quedó en el recibidor, una amplia sala intermedia desde la que se podía acceder a los servicios o al guardarropa, que sorprendentemente aparecía repleto de túnicas, máscaras, guantes, anteojos y demás complementos plagados de lentejuelas, brillos y estolas. Decidió pasar de ello y sus ojos se dirigieron a un gran cuadro que dominaba la sala. Con gran realismo, el pintor había reflejado la escena de un naufragio en una oscura noche de tormenta: al fondo, recortada su silueta por el fogonazo de un relámpago, un bergantín flotaba a duras penas aún, hecho pedazos por la furia del viento y la violencia del oleaje; en primer término, una frágil chalupa servía de refugio a los últimos tripulantes que, al parecer, estaban haciendo algún tipo de sorteo; la cara de terror del más joven, sin duda el perdedor, le sobrecogió apenas menos que los rostros ávidos con los que sus compañeros lo miraban. Qué era lo que estaba en juego, no quiso ni imaginarlo. Fernando apartó la vista con un estremecimiento y se dirigió al interior.

La atmósfera estaba muy cargada, con un fuerte olor a humo de escenografía, tabaco y más cosas. Encontró aproximadamente sesenta o setenta personas, muchas de ellas vestidas con la indumentaria extravagante que había visto anteriormente. Era difícil adivinar su sexo o su edad, aunque quiso imaginar que eran jóvenes como él. Había algunos manteniendo relaciones sexuales, otros esnifaban unas rayas de coca acompañadas por unos lingotazos de alcohol, muchos bailaban desmadejados entre el humo y los haces láser. Ninguno hablaba.

La cabina del pinchadiscos había sido retirada. En su lugar se encontraba un gran sillón, a modo de trono, forrado de terciopelo rojo. Sentada sobre él una figura de elevada estatura, apreciable incluso en la postura en que se encontraba. Toda su indumentaria, que no dejaba a la vista ni un centímetro de su piel, era roja como la sangre, incluidos guantes y zapatos. La máscara, igualmente roja, semejaba el rostro de un pájaro. Parecía la única persona verdaderamente consciente en toda la sala, y miraba a su alrededor con algo parecido al ansia. Cuando sus miradas se cruzaron, la del desconocido le amedrentó de tal forma que decidió poner la mayor distancia posible entre ambos.

Sorteando cuerpos oscilantes de parejas o grupos solazándose, se dirigió a una puerta doble en la parte de atrás de la pista de baile. Comunicaba con el exterior, a una pequeña playita de arena fina. Respiró hondo tratando de limpiar sus embotados sentidos, y miró al cielo. Había dejado de llover y la luna asomaba entre las nubes. El rumor de las olas al romper en la arena le relajó. Por primera vez en mucho tiempo olvidó sus temores y sus penas, arrullado casi hasta la inconsciencia. Antes de abandonarse a ella se puso los auriculares y encendió su MP3, recostando su cansada cabeza en una almohada improvisada con un macuto de ropa. Las nubes, reflejando la luz de la luna, eran un espectáculo para la vista. Qué pena que se diera cuenta entonces, cuando pocas veces más podría disfrutar de él. Cerró los ojos y se durmió con las notas de “Message in a bottle”, de The Police. Y no cabe duda de que se sentía como un náufrago en una isla desierta, queriendo gritar su soledad en una nota embutida en una vieja botella.

A la mañana siguiente el cielo estaba despejado. El sol le despertó al darle de lleno en el rostro, así que se incorporó. Pestañeando aún, miró a su alrededor. La playa estaba repleta de cuerpos dormidos de los festejantes. Y allá arriba, bajo el dintel de la puerta de acceso a la pista de baile, la figura con la túnica roja estaba de pie, observando a su alrededor a los desechos humanos que aún eran incapaces de levantarse para saludar el nuevo día.

Súbitamente comenzaron a oírse unos duros acordes de guitarra, poderosamente amplificados por el sistema de sonido de la discoteca. La batería y el bajo se unieron con rapidez, para crear una melodía que martilleaba en sus oídos. Puro heavy metal, clásico, Iron Maiden probablemente. Fernando rió para sí. En esas circunstancias cualquier grupo musical podría considerarse clásico.

Aquellos personajes se sacudieron sus sueños y, poco a poco, se fueron despertando, desperezándose e incorporándose. A Fernando le parecía que aquel ritual lo habían llevado a cabo durante incontables días de decadencia moral. La figura de rojo bajó a la playa con estudiada majestuosidad mientras los demás formaban un corro con él en su centro, como el ojo de un huracán. Llevaba las manos enfundadas en las amplias mangas de su túnica y se detuvo cuando se aseguró de que todos estaban pendientes de él.

Por su parte, Fernando buscó un sitio un poco elevado que le permitiera vislumbrar la escena. Vio cómo el corro se cerraba hasta que la primera fila casi tocaba la túnica roja y entonces todos se sentaron despojándose de las máscaras, esperando quizá unas palabras. Siguieron esperando.

La atronadora música hizo una pausa, siendo el sepulcral silencio casi más sofocante que el ruido anterior. La figura de rojo comenzó a toser, suavemente al principio, espasmódicamente al final, inclinándose hasta casi tocar el suelo. Aquellos seres degenerados se removieron nerviosamente, escuchándose murmullos nerviosos. Se levantó en toda su estatura y con un rápido gesto sacó las manos de las mangas. En sus enguantadas manos sostenía un cuervo negro que comenzó a graznar asustado, bizqueando por la luz del sol. Antes de que nadie pudiera reaccionar, le apretó el gaznate y le seccionó su cabeza, salpicando con su sangre a todos los que tenía más cerca y arrojando los despojos al suelo para luego derrumbarse como un guiñapo.

Aquel rebaño huyó en desbandada, gritando alocadamente. Los que habían más próximos trataron de limpiarse la sangre que les había manchado la cara. Los ojos de todos estaban desorbitados de terror mientras corrían hacia el mar o en cualquier otra dirección tratando de separarse los unos de los otros, pero chocando entre sí en su sinsentido.

Fernando se quedó solo y se acercó cautelosamente al cuerpo tendido en la arena, pero cuando se encontraba a pocos pasos, éste comenzó a convulsionar. Oyó una trabajosa inspiración y luego una voz rasposa “¡Nunca más!”

Fernando supo que llegó el momento de descansar un rato. Se sentó a disfrutar del paisaje mientras el naciente sol le calentaba el rostro.

Entonces, tosió.

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