martes, 11 de febrero de 2020

David Gistau, imagen en el espejo

El domingo pasado encendí mi tablet en la cama, como tantas otras noches, dispuesto a leer un rato antes de plegar la pestaña. Antes de abrir el libro, me dispuse a repasar la prensa del día y empecé, como buen monárquico, por el ABC. Allí, con una foto suya, me di de bruces con la noticia del fallecimiento de David Gistau. 

Dos meses luchando por su vida, en el hospital. Y yo sin enterarme, fíjate lo que es la vida. 

David era uno de mis columnistas y contertulios radiofónicos favoritos. Le escuchaba con Alsina y luego con Carlos Herrera. Le leí en El Mundo, luego en ABC y otra vez en El Mundo. Me gustaba escucharle hablar, siempre tirando de ironía, inteligencia y cultura. Podías estar más o menos de acuerdo con él, pero tenía un don: le escuchabas con atención. Con rapidez se encaramó a la cima de mis favoritos junto con José María Fidalgo, el antiguo secretario general de Comisiones Obreras y que después de su vida sindicalista me ha sorprendido para bien con una de las mentes más lúcidas del espectro radiofónico patrio.

Pero con David Gistau me unía algo más. 

Pudiera ser que tuviéramos una forma parecida de hablar, porque David tenía un ritmo, una voz cantarina, que tenía un cierto parecido con el acento asturiano con el que hablo. Iría un poco más allá, porque a veces David tenía problemas con la vocalización, como yo; a veces es complicado entender lo que digo, como si estuviera masticando las palabras. Como David. Y de vez en cuando se me escapa algún que otro zasca irónico, de esos que adornan los discursos y arrancan sonrisas.

A alguno, como a mi amigo y, por azares del destino, ex-compañero Israel, ese parecido no se le pasó por alto. Muchas veces me lo dijo y ayer mismo lo recordamos entre risas. Agridulces, porque ambos admirábamos a David Gistau.

Quiero ir todavía más allá. 

Investigando un poco por la red he tenido la fortuna de ver y leer alguna entrevista. Solo para que el vértigo me alcanzara al darme cuenta de que teníamos una forma muy parecida de pensar. Al darme cuenta de que sus temores eran demasiado parecidos a los míos.

Como a David, me da auténtico pavor irme de esta vida demasiado pronto, dejar a mi mujer y a mis dos hijas, la segunda todavía muy pequeña, sin esposo y padre. ¿Me recordaría mi hija pequeña después de, digamos, diez años? ¿Cuántas cosas me perdería de compartir con ellas? 

Como David, de un tiempo a esta parte soy más consciente de mi propia mortalidad, de que uno ya va teniendo una cierta edad, de que los  que quieres y que te rodean están también en esa situación y más temprano que tarde habrá que despedirse de ellos...  Si las cosas van como deben ir, habré consumido ya alrededor del 60% de mi esperanza de vida. O sea, ya he iniciado la cuesta abajo, camino de la meta final. Pero cuando veo todo lo que me queda por hacer, todo lo que me queda por vivir, todo lo que me queda por enseñar y por aprender, tengo una sensación de fugacidad que se apodera de mí. Y, aunque me rebelo por dentro, en el fondo soy consciente de que es algo inevitable. Como David.

Por lo que parece soy bastante parecido a David. Por lo menos al que me ha llegado filtrado por la prensa y las ondas. Por eso quizá tengo una carga en el corazón, justo desde que abrí la maldita tablet y leí la maldita noticia. Tengo una inmensa sensación de pérdida. Porque me veo a mí mismo reflejado en él, como en un condenado espejo.

¡Joder, David!. 


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