Éste es el tercer relato presentado al I Certamen Monstruos de la Razón de 2008, en la categoría de Fantasía. Paradójicamente es al que menos tiempo dediqué, escribiéndolo la mañana del último día hábil de presentación de cuentos. No tenía ideas y, como suele sucederme, durante la noche fui tejiendo retazos de la historia. Al levantarme por la mañana, no tuve más que ponerme delante del teclado y escribirla. Salió sola.
Gracias al voto popular fue uno de los 5 relatos seleccionados por el público para llegar a la final, a la que se unirían otros 5 relatos seleccionados por el jurado. En la segunda fase de votación, quedó tercero.
Como en el de este año, intenté dar una vuelta de tuerca a un cliché clásico de la fantasía épica. Quedó simpático.
Próximamente aparecerá publicado en papel, en la Antología del concurso.
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Se detuvo ante la puerta, dubitativo. Siempre le costaba entrar en estos sitios, pero la lluvia constante y los cada vez más cercanos fogonazos de los relámpagos le ayudaron a decidirse esta vez. Empujó la pesada hoja de madera y recibió en la cara, como un bofetón, toda una amalgama de sensaciones: el olor de los guisos, el tintineo de las jarras, el ruido de las conversaciones, el calor de la chimenea, el sofocante humo…
Con paso firme se adentró en la sala principal de la taberna, buscando un sitio libre. No podía decirse que estuviera abarrotada, pero sí que la mayor parte de las mesas estaban completas. No obstante tuvo suerte, ya que se apercibió de un lugar libre en la barra. Hacia allí se dirigió, sorteando parroquianos. Algunos le dirigían un vistazo curioso, otros arrogante y unos pocos temeroso. A todos respondió con su mirada más fiera, haciéndoles bajar los ojos, amedrentados.
Su ropa estaba calada, y el frío se le había metido en los huesos. Una jarra de revientatripas sería ideal para entrar en calor, así que se la pidió al tabernero cuando éste se dignó a dirigirse a él.
El efecto del primer trago fue tan brutal como siempre. La bebida se abría paso en su interior, abrasándolo todo, haciéndole boquear por la falta de costumbre. Pero después los rescoldos calentaron su viejo cuerpo. Era agradable. Bebía en silencio, sin levantar la mirada de la jarra. ¿Para qué? Ya sabía lo que había detrás de él. Podía sentir los ojos de la gente clavados en su fornida espalda.
Levantó la cabeza con sorpresa. ¿Revientatripas? Fue entonces cuando se dio cuenta de que el asiento libre a su izquierda había sido ocupado. Miró de reojo a su vecino y dio un respingo. Piel de color verde, casi gris por lo macilenta; cara porcina, con ojos pequeños hundidos bajo la prominente frente y el cabello hirsuto; colmillos amarillentos sobresaliendo por entre los labios entreabiertos; brazos musculosos, cubiertos de pelo espeso y negro, con manos como palas, de dedos fuertes. Un orco al fin y al cabo.
Una mirada un poco más detenida reveló los arreos de guerra, cota de malla, cuchillo al cinto, hacha a la espalda. Lo habitual.
Suspiró. ¿Qué puedo perder?
- Una noche de perros, ¿eh? – comentó en tono casual.
Un respingo. Vaya sorpresa, alguien hablaba cerca de él. Removió el brebaje en su jarra, reacio. Una nueva burla. Esto acabará mal de todas, todas, así que por qué no hacer frente. Giró la cabeza para calar al humano. Nariz recta, frente despejada, piel bronceada por el sol, cabello negro hasta los hombros y ojos azules como el cielo… o como el hielo. Sin duda era fornido, pero la piel de sus manos parecía suave en el dorso, si bien apreció que en la palma era más gruesa, seguramente por el roce del cuero y de la empuñadura de sus armas. Una daga pendía en un costado, de buena manufactura; a la espalda, un espadón de buen acero.
Suspiró. Vamos a probar.
- O de orcos –dijo, esbozando una sonrisa que más bien era una mueca en su rostro bestial.
Un momento de vacilación. Después, inesperadamente, ambos rieron la broma. Una risa franca la del hombre, gutural y profunda la del orco. Se miraron, los ojos amarillos del orco y la mirada azul del hombre. Éste levantó su copa, asintiendo con la cabeza. Tras un momento, el orco hizo lo mismo.
- No sé cómo puedes beber eso – hizo un gesto indicando la jarra.
- No está tan mal, si te acostumbras. ¿Un trago?
Deslizó el recipiente en dirección al hombre que, dubitativo, lo tomó en sus manos. Dirigió una mirada al orco, enarcando una ceja y después, casi sin pensar, mojó los labios en el licor bebiendo una pequeña cantidad. Aquello fue sin embargo suficiente para que sucumbiera a un irresistible ataque de tos. Los ojos se le empañaron de lágrimas y su cara se tiñó de un intenso color rojo. El orco le palmeó con firmeza la espalda, para ayudarle a pasar el mal rato.
- Pues no es tan fuerte –dijo con apenas un hilo de voz.
Rieron otra vez, con más ganas. Se relajaron, como quizá no lo hubieran hecho nunca antes. Y comenzaron una conversación que se prolongó durante horas.
Se presentaron, enunciando sus hazañas y las de sus clanes respectivos. Hicieron chanzas riéndose de sí mismos, como la dificultado que tienen los orcos para moverse furtivamente con esas pesadas botas de hierro. Son útiles, sí, para patear algunos culos o abrir alguna puerta de vez en cuando, pero por lo general son más un engorro que otra cosa.
El tiempo y las consumiciones discurrían con tranquilidad. A medida que el alcohol hacía efecto, las conversaciones fueron haciéndose más profundas. En particular, la discusión sobre si las mujeres de los enanos tenían o no barba se prolongó largamente. Incluso pareció en algún momento que iban a llegar a las manos, pero las risas relajaban invariablemente el ambiente.
Clareaba ya el día. Parecía que la lluvia no iba a hacer acto de presencia. Ellos se sumieron entonces en un mutismo, retrayéndose otra vez a su jarra de bebida.
- Bueno, va siendo hora de reincorporarme a mi puesto –dijo el orco con voz bebida.
El otro asintió.
- Yo también. – hizo una pausa, como sopesando las palabras. - ¿Qué tal si te acompaño un trecho?
Apoyándose el uno en el otro salieron de la taberna que, a estas alturas, estaba vacía. Hablaban en susurros y, de vez en cuando se les escapaba alguna risilla floja.
De esta guisa llegaron a la puerta y salieron al exterior. El suelo estaba húmedo, pero el cielo parecía despejado. Sería un día agradable, cálido y soleado.
Con paso vacilante descendieron por el camino un trecho largo. Cantaron canciones de sus pueblos y rieron despreocupadamente. Llegados a un descampado se detuvieron, estrechándose las manos con fuerza y deseándose suerte. Después se dieron la espalda, dirigiéndose cada uno a tomar su posición en su ejército. Sin duda, sería un día agradable para morir.
Muy bueno Ruli. Ya lo había leido hace meses pero es ahora cuando puedo opinar sobre él. Sigue así.
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