lunes, 24 de agosto de 2009

Inmigrante

En la categoría de Ciencia Ficción del I Certamen Monstruos de la Razón de 2008 presenté este cuento, Inmigrante. Viéndolo hoy, sea probablemente el más flojo. Traté de escribir una historia clásica de robots, pero el aroma a Bladerunner y a las historias de Susan Calvin es demasiado acusado. He tratado de arreglar algo el tema, manteniendo su estructura y corrigiendo algún fallo gramatical y ortográfico, pero sigue sin satisfacerme.


*****
-Ya se lo he contado quince veces, señor –sus ojos miraron al funcionario que estaba frente a él, sin siquiera un parpadeo.
-Pues tendrás que contármelo una más –dijo malhumorado, al tiempo que echaba una ojeada fugaz al espejo que tenía enfrente, donde sus compañeros, sin perder detalle, tomaban nota de todas y cada una de las reacciones del interrogado. -¿Cuándo tomasteis contacto con la flota?
-Hace casi diez meses estándar. Nueve meses y veinticinco días, para ser exactos, señor. –suspiró. ¿Por qué le hacían repetir una y otra vez la misma historia?
-Bien, chico. ¿Qué tal si me cuentas qué fue lo que pasó?
-La tripulación detectó una pérdida de presión en el interior del carguero, señor. Probablemente una fisura, aunque la fuga era más importante de lo que inicialmente se pensó. Nos acercábamos a su mundo capital, apenas sobrepasada la órbita del más exterior de sus gigantes gaseosos. En ese momento la tripulación debió decidir activar la radiobaliza de emergencia. –prosiguió, con su voz monótona, carente de matices; hablaba el galáctico con un extraño acento.- La temperatura fue descendiendo acusadamente, hasta llegar a ser incompatible con la vida; sólo se mantuvo la atmósfera en la cubierta de carga que mis compañeros y yo ocupábamos.
-¿Puedes explicar eso?
-No, señor. –meditó unos instantes.– Quizá, por fortuna, los mamparos de los compartimentos estaban cerrados y eso evitó la salida del aire.
Se miraron, tratando cada uno de descifrar la expresión del otro. El funcionario fue el primero en retirar la vista.
-¿Cuántos erais? –preguntó, al tiempo que se repantingaba en el sillón.
-Doscientos cuarenta y seis, señor.
-¿Qué sucedió luego?
-Tras un tiempo que no puedo cuantificar, el equipo de rescate dio con nosotros, señor. Nos hizo salir del compartimento que ocupábamos y nos trasladó a su propia nave. En el hangar nos agrupó y nos asignó unos cubículos, también en su zona de carga.
La pausa en este momento se hizo más larga. El funcionario parecía meditar la siguiente pregunta.
-Si estabais incomunicados en el carguero, por fortuna para vosotros como has dicho, ¿cómo supiste que sucedió lo que me has explicado?
-Lo oí en el campamento de refugiados, señor.
-Ya veo.– hizo unas anotaciones en su agenda de mano, que se transmitían instantáneamente a la sala central de control. - ¿Qué pasó allí?
Entrelazó las manos antes de contestar, jugando con los pulgares. Parecía estar reprimiendo algún recuerdo.
- Pasamos allí dos meses, señor. Cuarentena, nos dijeron, pero era evidente que no sabían qué hacer con nosotros. Nos tuvieron incomunicados la mayor parte del tiempo, pero cuando alguno de los guardias se dignaba acercarse a nuestro barracón, era todavía peor. Venían en grupos de tres o de cuatro. Se sentaban frente a nosotros, fumando, y se reían. Decían que pronto nos devolverían a nuestro sistema de origen, que no querían escoria en su mundo.
-¿Eso decían?– una nueva mirada al espejo, antes de continuar- ¿os agredieron?
-Físicamente no, señor, pero cuando decíamos que sólo queríamos ganarnos la vida, nos contestaban que los nativos tenían derecho a trabajar y nosotros veníamos a quitarles el trabajo. No entendíamos por qué, señor.
Más anotaciones en la agenda. Más datos a transmitir.
-¿Y luego? ¿Qué pasó después de la cuarentena?
Otra vez esa palabra. ¿Por qué seguir utilizándola si era un mero eufemismo? ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre?
-Nos destinaron a las minas del cinturón de asteroides, señor. Una mañana vinieron y nos hicieron formar en el patio. Recuerdo que hacía mucho sol y algunos de nosotros no lo soportaron bien. Pero nos mantuvieron así hasta que llegaron los transportes. Nos hacinaron en ellos como a ganado y nos llevaron derechos al espaciopuerto más cercano. –Una nueva pausa, como queriendo asegurarse de que su interlocutor captaba todos los matices.– Allí nos fue bastante peor, señor. Las condiciones de trabajo eran muy duras. Las diferencias de temperatura eran extremas, la atmósfera corrosiva de la mina era tan fuerte que los equipos de protección eran insuficientes y la jornada era interminable. –Otra pausa, pensativo.– Pocos de nosotros fuimos capaces de soportarlo. Al principio, al hacer el recuento de cada jornada, faltaban uno o dos compañeros. En los últimos días, eran cinco o seis, señor.
-¿Cuántos fuisteis enviados de vuelta, chico?
-Veintisiete, señor. Doscientos diecinueve se quedaron en aquel infierno para nunca más volver.
Un nuevo garabateo, otra transmisión de datos.
-Pero después de eso fuisteis recogidos por una nave del Departamento de Inmigración, ¿no es verdad? Se os devolvió al campo de refugiados a la espera de un nuevo destino, con las disculpas del Gobierno. Incluso se os facilitaron cabinas individuales.– enarcó las cejas, mientras abría las manos pidiendo su aprobación. – Recibisteis un mejor trato…
-Sí, señor.
-Bien, chico. Ahora volverás a tu habitáculo a la espera de la resolución de esta entrevista y de tu destino definitivo. ¿Algo que añadir?
-Sí, señor. Si a usted no le parece mal…- dejó de jugar con los pulgares y levantó la vista al techo, antes de continuar.– No entendemos lo que ha ocurrido, señor. Nosotros sólo queremos trabajar.
-Queda anotado, chico. Ahora, para el registro, dame tu nombre.
-Lukas, señor.
-¿Número?
-Doscientos quince, señor.
-Ajá. Una última pregunta antes de irte. ¿Qué es lo que se te pasa por la cabeza hacer ahora mismo?
El funcionario le miró a los ojos y allí estuvo. Un fugaz destello iluminó sus iris, tan breve que parecía que nunca se produjo, aunque la voz se mantuvo carente de inflexión al contestar.
-Vengarme, señor, empezando por usted y terminando por todos los demás nativos de este mundo.– Nada más. Ni un gesto.
-Entiendo.
Con gesto deliberadamente lento sacó de debajo de la mesa un bláster ligero, apuntándole a la cabeza. No hubo resistencia, antes de que el haz de energía impactara de lleno en su cara. Cuando el humo se hubo disipado la mitad había volado. Los ojos se apagaron; los servomecanismos de simulación de expresión estaban a la vista; los músculos sintéticos, sin recibir señales del cerebro evaporado, fueron incapaces de mantener por más tiempo erguida la cabeza, que cayó sobre el pecho.
-¡Que alguien venga a limpiar esto!– dijo el funcionario. Miró al espejo, donde estaba seguro que alguien le escuchaba.– Otro más. A este paso tendremos que eliminar a todos los LKS. Habrá que estudiar cómo se ha producido esa alucinación en ellos, probablemente un fallo en su cerebro positrónico, pero está claro que no podemos permitir que sean comercializados a particulares ni usarlos en funciones en las que tengan que estar cerca de un ser humano. La sensación de maltrato es tan fuerte en ellos que hay un odio latente hacia nosotros que los hace peligrosos. ¡Inmigrantes, qué disparate!
Para cuando los droides de limpieza llegaron a la sala de interrogatorios ya había abierto un nuevo fichero para el siguiente: LKS-216. Aún quedaba mucho trabajo por delante hasta comprobarlos a todos.

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